Bruce Nauman, Indiana,1941.



miércoles, 8 de enero de 2020

Ángel Bonomini: "Capri"



Aún se mantiene  lo que a su muerte en 1994 escribía sobre Ángel Bonomini (Buenos Aires,1929-1994) Marcelo Moreno en Clarín  lamentando que pese a la calidad literaria siguiera siendo un "maestro secreto". "Capri"  trae a la memoria  a Alberto Savinio  con quien el escritor argentino tenía algunas afinidades, -además de dejarse subyugar por Capri-, la excelencia de la obra ,la escasez de lectores,  y participar  de la ensoñación  de un  surrealismo poético bordeado de misterio metafísico.  
De Savinio, el hermano escritor del pintor  Giorgio de Chirico, Leonardo Sciascia decía que era uno de los mejores escritores italianos de la época pero con pocos lectores  y lo atribuía  no a que Savinio no siguiera o tuviera en cuenta  la corriente ideológica dominante de la época  ,-como  le sugería Domenico Porzio con quien dialogaba-, sino a que  era demasiado inteligente para resultar más  popular entre los lectores.
Algo parecido debe suceder con  Ángel Bonomini entre cuyas narraciones  "Los novicios de Lerna", y especialmente "Los lentos elefantes de Milán" dejan sin aliento al lector. 





CAPRI



HICIMOS juntos el bachillerato en el colegio de Belgrano. Casi todas las tardes iba a su casa a tomar el té, a estudiar y, sobre todo, a oír música y a conversar. Pero, finalmente, Umberto volvió con su familia a Capri, donde había nacido.
Fue una amistad de adolescentes que amaban cosas semejantes: la música, la literatura, mujeres imposibles. Pensábamos juntos y , sobre todo, teníamos pasiones y silencios compartidos. 
Después de la guerra empezó a llegar a Buenos Aires, a muy pocas manos, la Antología Sonora. El padre de Umberto se hacía mandar los discos de París y así conocimos la música del Renacimiento y de la Edad Media. Llegamos a saber de memoria las letras de los troveros y de los trovadores y Guillaume de Machault se convirtió en nuestro indiscutido ídolo. 
Pero, como decía, al terminar el bachillerato Umberto regresó a Italia y a partir de entonces, nuestra amistad se mantuvo gracias al recuerdo, a distanciadas cartas. Al principio cartas entusiastas que narraban algún hecho excepcional; después cartas rutinarias; por último, largos silencios. Unos años después supe que Umberto enseñaba en la universidad de Nápoles algo relacionado con nuestros intereses juveniles. Por razones bastante fortuitas pude viajar a Roma para seguir unos cursos en Santa Cecilia. Naturalmente, le escribí a Umberto y, naturalmente, me invitó a pasar unas semanas en Capri. Cuando terminé mis cursos fui a visitar a mi  amigo. 
Su casa, Villa Tragara, no era la menos importante de Capri. Diría, además, que era una de las mejores situadas de la isla , frente a los farallones. A los dos o tres días de mi llegada, la madre de Umberto, que siempre parecía estar tomando examen con la distante mirada de sus ojos clarísimos, me preguntó que pensaba de Capri. Le dije que la veía como un jardín de limoneros y naranjos, de ibiscus y santarritas, de jazmines y madreselvas; un jardín rodeado de mar, de un mar lleno de sirenas. Me contestó brevemente que mis apreciaciones podían satisfacer a cualquier capriota. 
Durante los primeros días caminamos infatigablemente con Umberto, navegamos, visitamos varias villas de amigos suyos, me presentó a una prima, Luciana ( de quien me pareció absolutamente imposible no enamorarse), me mostró la fachada de Santa Ana "que ningún turista conoce, gracias a Dios",dijo, y las columnas de su atrio aparentemente inconclusas; fuimos a ver los cuadros de Diefenbach en la Cartuja de San Giacomo. Aunque con más distancia, nuestra amistad seguía siendo la de siempre y juntos todavía éramos capaces de obrar como dos muchachos: una tarde tuvimos una pelea en el puerto con unos compadritos napolitanos exactamente igual a la que podríamos haber tenido con una patota en cualquier barrio de Buenos Aires y si no salimos victoriosos del encuentro tampoco quedamos humillados. En todo caso el episodio sirvió para reírnos y reafirmar la relación que teníamos. 
La frecuentación de Umberto durante esas semanas fue una manera de ratificar lo que conservaba mi memoria y de lo que creía haber inventado con mi imaginación en más de diez años de no vernos. De algún modo mi amigo seguía siendo el adolescente de elegantes modales y de singular belleza que iba al colegio de Santa Fe y Ecuador, sólo que precozmente maduro. Tenía, como yo, treinta años pero su piel muy blanca empezaba a arrugarse junto a los ojos y ya asomaban canas en su pelo castaño. 
El reencuentro sirvió también para constatar algo que si bien ambos sabíamos creo que ninguno de los dos lo tenía formulado: el hecho de nuestras preferencias  de adolescentes habían señalado  claramente lo que luego haríamos con nuestras vidas. Por su parte había profundizado sus estudios sobre literatura medieval hasta convertirse en una verdadera autoridad, y en lo que a mí respecta, jamás abandoné mis investigaciones sobre la música de ese mismo periodo. 
Teníamos, pues,  muchos puntos en común en nuestras tareas porque no pocas de las figuras más importantes de la literatura de esa época eran las mismas que habían signado la música que yo estudiaba. Advertí, sin embargo, que si bien en mí persistía el mismo o un mayor entusiasmo que cuando habíamos descubierto ese mundo, Umberto demostraba un marcado desinterés, casi un tedio, por esas materias que conocía de un modo insuperable. En los primeros días de Capri pensé que eso era lo único que había creado una especie de vacío entre nosotros. 
Debo decir que el estilo de nuestra amistad impedía aludir, no digo ya explicitar, ciertas intimidades de modo que en ningún momento me referí al evidente decaimiento de su interés por esa disciplina que en cierta manera nos había mantenido unidos. Sin embargo, una noche que caminábamos por una estrecha calle de laureles, me animé a hacerle una pregunta acaso más personal que la que hubiera podido referirse a la literatura. "¿Qué hay del amor?", le dije. Hubo un largo silencio, y ya empezaba a sentirme mal por haber trasgredido una tácita ley que regía nuestra relación cuando me contestó. "Aquí el amor sigue siendo una idea", dijo. Entonces fui yo quien se amparó en el silencio; esperaba que continuase, pero no siguió hablando. 
No era la primera vez que se  refería al amor de un modo que sobrepasaba mi elemental manera de entenderlo. Yo tenía en  mi haber una buena serie de aventuras y de experiencias no tan superficiales en materia amorosa, pero me estaba vedado hablar de eso con Umberto. Para él, por lo que yo podía entrever, tales experiencias no parecían tener una significación  comparable a la que yo les daba. Creo que mi amigo no entendía que el amor fuera un hecho sencillamente humano sino un acontecimiento no del todo desligado del designio de sus antiguos dioses. 
No era para extrañarse demasiado; para Umberto, por como hablaba de ciertas cosas, parecía que no habían pasado los siglos. Afirmaba por ejemplo, con la mayor naturalidad -a veces quise creer que con íntimo humor- que quien estuviera atento podría comprobar que los mitos eran literalmente reales. Por supuesto daba por seguro que las grutas de la isla seguían siendo habitadas por nereidas y que ciertos seres que conocíamos por la mitología nada tenían que ver con la imaginación ni con un presupuesto mundo fantástico, sino que pertenecía a la realidad de todos los días. 
La casa de Umberto tenía un estanque en el jardín. Para llegar a él había que descender por una estrecha pero larguísima escalera de piedra. A unos veinte metros del nivel de la calle, como en un foso, se veía el jardín que, si bien estaba a pocos pasos de la playa, se encontraba separado de ella por un muro de piedra cubierto de enredaderas. Parapetos con balaustradas de mármol cercaban pequeñas terrazas o rellanos que en muy distintos niveles daban calma a la escalera que terminaba por fin en el jardín donde se encontraba el estanque rodeado de flores y hierbas aromáticas. El estanque parecía socavado en la piedra aunque era una formación natural anegada por el agua del mar que llegaba a él por conducto subterráneo, resultado de la erosión de los siglos. 
El encuentro de las flores con la albahaca y el romero, el cedrón y los laureles conformaba un perfume que, especialmente al caer el sol, tenía algo de balsámico y excitante, de benéfico y mórbido. Algo que tendía, por otra parte, a confundir la realidad con la imaginación. En Capri los jardines son tan silenciosos, tan profundos y secretos cuando al atardecer se les exaltan los perfumes, que su realidad se desdibuja y quedan como flotando bajo el aire en que están o parecen estar. El estanque era una lámina negra más que azul, inmóvil en medio de esas plantas fragantes hasta la exageración. 
Una noche, después de comer, estábamos con Luciana y Umberto sentados en la terraza más cercana del jardín y les dije, porque era la real sensación que tenía, que me parecía estar fuera del mundo. 
Luciana afirmó que hasta ellos mismos solían tener esa sensación, pero que no deberían hablar "de ellos mismos" porque los capriotas eran "de otro modo", que ni siquiera se podía afirmar si eran seres a medias o seres dobles. Debo afirmar que tuve un gesto de fastidio -¿qué era eso de seres dobles?-; ya iba a replicar algo cuando Umberto se me adelantó y dijo, dirigiéndose a mí: "Nadie puede entenderlo demasiado bien; sólo puedo asegurarte que se trata de algo comparable a los sueños". 
No contesté pero sentí que con mi torpeza habitual estaba invalidando la intención de mis amigos que trataban de transmitirme algo muy íntimo. Miré a Luciana, su pelo rubio, sus ojos claros. Pensé que difícilmente se podría decir que fuera un ser a medias. ella estaba atenta a su blusa. También yo miré su blusa que dejaba traslucir dos pequeñas zonas redondas y oscuras. Me sorprendí de pronto urdiendo mentalmente una frase procaz y maleva que debí arrojar al basural de mi conciencia. Sobre las fantasmales formas de los farallones brillaban las estrellas. Hablábamos en voz muy baja y las plantas imponían con violencia su perfume. 
Después, en lugar de aceptar los comentarios que acababan de hacerme como generosas confidencias,dije: "No sé que será eso de los seres dobles, lo que creo es que en noches como ésta bien se puede pensar que una sola forma de vida no alcanza."



Desde esa noche no dejé de soñar con Luciana. Más de una vez me desperté en medio de confusas pesadillas en las que ella era siempre protagonista de algo nunca demasiado preciso. Pero no solo dormido la soñaba. Cuando salía a caminar, más que mirar la ciudad, la buscaba por las calles. Cuando no estaba con ella las horas me servían sólo para esperarla. Tratando de no caer en indiscreciones provocaba su presencia en mis conversaciones con Umberto. "Es una capriota típica", dijo una vez su primo, "tanto como los pescadores de la Via Fuorlovado, a quienes se les viene metiendo la sal en la médula desde hace dos mil años". 
Mi amigo hablaba de Capri, de pertenecer a la isla, de ser parte de ella como quien comenta una carga que pesara sobre sus hombros de manera intolerable. Yo percibía que, si bien había un matiz de inocultable orgullo por su condición de isleño, sus palabras también denotaban una agobiante fatiga. Algo así como la mezcla de complacencia y penuria que ha de tener quien debe aceptar irremediablemente su condición de príncipe. 
Carezco de la envidiable facultad de turista que hace gozar de un modo ilimitado lo que no es propio. En realidad, después de un par de semanas de no estar en Buenos Aires añoro los árboles de la calle República de la India, las tipas y los jacarandáes que hay a la vuelta de mi casa, y hasta el mal humor del mozo que me sirve el desayuno. Soy del tipo que extraña, y extraño todo, desde los amigos hasta las veredas destruidas, de manera que trato de afirmar mi conciencia sobre la transitoriedad de mi paso por cualquier ciudad. Una de las cosas que más me gusta de los viajes es volver. Afuera estoy suspendido en un aire irreal, no me siento ser yo mismo. Pero debo confesar que en Capri, Luciana parecía atarme y, por cierto, no sin mi anuencia y hasta con mi beneplácito. 
Empezamos a vernos todos los días por la tarde. A veces, después, comíamos en Villa Tragara.Salíamos a caminar o conversábamos sentados a la mesa de algún café. Y no eran mis peores momentos cuando la evocaba estando solo, alargando las horas con la memoria de su voz, de su silencio, de su risa. 
Durante las últimas dos semanas no nos separamos. Pasábamos casi todo el día y buena parte de la noche en su casa. Por primera vez tener que irme de algún lugar me creaba un intolerable sentimiento de ruptura. Me parecía una manera de malversar algo de un carácter casi sagrado dejar sin más ese estado de encantamiento en que me encontraba. 
Pensaba en Buenos Aires como en una prisión: no podría caminar por sus calles esperando encontrar a Luciana. Durante los últimos días traté de cargar mi memoria con sus gestos, de alimentarme de ella, para que su presencia no me quedara repentinamente amputada cuando tuviera que irme. 
En más de una ocasión traté de volver sobre el tema de esa dualidad a que se había referido en nuestra conversación con Umberto pero me pareció -no por sus palabras, porque nunca me contestó cuando insistí sobre ello, sino por un gesto como de abatimiento con que parecía reemplazar su respuesta- que no quería volver a hablar del asunto y que no volvería a hacerlo. 
Umberto invitó a sus amigos y, por supuesto a Luciana, para despedirme. A todos los había visto por lo menos un par de veces. "Juntos", me advirtió Umberto, "no son más reales que un grupo de actores inventando una comedia". La reunión con esa decena de hombres y mujeres de mi edad, más que parecerme una representación teatral me causó una sensación de inevitable distancia, de extrema lejanía.Toda la noche me hicieron hablar de Buenos Aires, del país. Traté de contestar con la mayor precisión posible las preguntas más diversas, algunas sobre temas que jamás había pensado. Entre otras cosas -y tal vez tuvieran razón ellos al hacérmelo notar- hasta nuestros sueños, o en particular nuestros sueños tendrían que ser distintos de los suyos. Me oían hablar de cosas cotidianas y concretas como si oyeran las más imaginarias y extraordinarias historias. Y no era que me interrogaran por mera cortesía sino porque nuestro país los abismaba. 
Por momentos, más que ellos era yo quien se sorprendía por la fantástica realidad que enunciaban mis palabras. En Capri, después de un año de vivir en Italia, acaso se hubiera exacerbado tanto mi visión del país que a mí mismo se me ocurrió que involuntariamente podría estar mezclando la memoria con la imaginación. Pero de pronto me pregunté: si yo no estoy inventando nada ¿por qué decimos que nos parecemos si somos tan diferentes?


Comimos, bebimos, bailamos, caminamos por el jardín, oímos música, y por fin todos se fueron. Umberto volvió, si no a exponer, a aludir su teoría y de algún modo repitió que el amor era una idea. Volví a silenciar mi opinión, en ese caso porque tenía una refutación demasiado próxima y terminante: Luciana. 
Sentí que mi amigo mostraba por única vez falta de sensibilidad o por lo menos de imaginación. Me pareció que lo ahogaba la falta de libertad o de una indispensable gota de inocencia. Debí sofocar un impulso de violencia cuando advertí que nada comprendía de Luciana, de mí, ni de lo que nos ocurría. No percibir que tener que irme representaba una intolerable  ruptura me pareció impropio de su inteligencia. Pero mi ánimo estaba tomado más por la pena que por el deseo de aclarar algo que me parecía una injusticia. 
Debo admitir que pasado el tiempo, muchos años después, creí entender que Umberto sabía todo de mí, todo de Luciana; que sabía quizás de antemano lo que nos iba a suceder a ella y a mí, pero que esa noche sabía sobre todo que debía irme, y que ni él, ni nada ni nadie podía ni debía impedir mi partida. 
También creí entender, mucho después, que trató de que comprendiera que cuanto me había sucedido en Capri podía guardarlo en  mi memoria de dos manera posibles: como una pérdida o como un secreto regalo de los dioses.


Cuando nos despedimos, Luciana no dejó de mostrarse tan desolada como yo. Creo haber percibido en sus ojos una inmensa tristeza; en su silencio, una ilimitada soledad. Y si de soledad se trataba, mi sensación de destierro tampoco tenía límite.Al día siguiente viajaría a Roma y luego a Buenos Aires, pero ante Luciana me sentí no sólo fuera del mundo, sino como si tuviera que volver a nacer para quitarme de encima la carga de una ajena melancolía, de un amor ajeno, y hasta de una forma  ajena de belleza.También 
Umberto se despidió emocionadamente. Nos abrazamos, nos besamos a la italiana. Para evitar diálogos le dije que me quedaría un rato solo en el jardín. Lo vi alejarse con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón blanco. Subió por la escalera y desde la primera terraza levantó un brazo y saludó alas sombras. Yo le contesté de igual modo aun sabiendo que no me vería.


La noche era silenciosa, hacía calor, las casa, las villas, los hoteles colgados de las rocas tenían ya sus luces apagadas. Sólo en un extremo del jardín, cerca del estanque, habían quedado encendidas unas antorchas ya mortecinas. 
Me senté en una piedra no lejos del estanque. Recuperar el perfume del jardín fue como volver a sentir un vértigo que, solo, era difícil de tolerar. 
Alguien nadaba en el estanque casi sin mover las aguas. Las luces de las antorchas apenas dejaban ver una forma que se deslizaba suavemente. Vi su pelo oscurecido por el agua, su toros desnudo. Volví a ver en sus ojos una tristeza infinita. 
¿Qué sentido hubiera tenido ir hacia ella,, intentar hablarle? Sentí que estábamos inmensamente lejos: no a dos metros sino a dos mil años de distancia. Como si el aire que nos separaba fuera un formidable bloque no de cristal sino de infranqueable tiempo que impidiera todo intento de acercamiento. Dio un súbito salto en el aire y pude ver las plateadas formas de su cuerpo que se estrechaban al desaparecer para siempre en esas aguas que la devolvían al mar. 
Entonces comprendí, y ese entendimiento fue como una ola que pareció barrerme el alma, que nunca, nunca más volvería a verla sino en la soledad de mi memoria.



Ángel Bonomini, "Todos parecían soñar" cuentos completos. PRE-TEXTOS, 2017
Domenico Porzio, "Leonardo Sciascia, Fuego en el alma", Mondadori,1992