Bruce Nauman, Indiana,1941.



miércoles, 22 de julio de 2020

EL SPINOZA DE LA CALLE DEL MERCADO /I.B.SINGER




El Spinoza de la calle del Mercado Un amigo de Kafka  tienen  algo de cuentos paralelos: Singer toma las figuras seductoras y enigmáticas de Spinoza y Kafka  para contar una historia pero también para transmitir algo sustancial más que anecdótico  del escritor de Praga o del filósofo de Amsterdam. 
Como Spinoza el doctor Fischelson vive en una buhardilla, pero mientras Spinoza  se ganaba  la vida puliendo lentes -sabiendo posiblemente que a poca distancia trabajaba un pintor llamado Rembrandt- el doctor Fischelson se dedicaba al estudio de su maestro  y como él también será expulsado de la comunidad judía por heterodoxo. 
El Spinoza de la calle del Mercado fue publicado en 1961 y Un amigo de Kafka en 1970. Puede parecer que en los nueve años transcurridos entre ambos Singer ha encontrado o buscado o elegido un estilo más sintético. Que a Un amigo de Kafka  la elipsis le da mayor fuerza formal, mientras  el autor se demoraba  demasiado, prolijo y minucioso, en el texto de Spinoza; puede ser, pero la magia de  Singer, su carga lírica y de pensamiento, produce siempre el milagro, el encantamiento de la mejor literatura,  seducir  y conmover al lector. 





EL SPINOZA DE LA CALLE DEL MERCADO


El doctor Najum Fischelson iba y venía dando paseos en su buhardilla de la calle del Mercado, en Varsovia.Era un hombre de baja estatura, espalda encorvada y barba entrecana, así como bastante calvo si se exceptúan unos pocos mechones de pelo que aún conservaba sobre la nuca. Su nariz curvada en forma de pico y sus grandes,negros e inquietos ojos parecían los de un enorme pájaro. 


                          
Una escena callejera del barrio judío y la plaza del Mercado de Varsovia hacia 1905-14,  como pudo ser en la época del relato, más o menos, antes de ser totalmente arrasada en la Segunda Guerra Mundial y  reconstruida después.


Pese a la calurosa tarde de verano, el doctor Fischelson llevaba puesta una levita negra que le llegaba hasta las rodillas y un cuello rígido con corbata de lazo. Desde la puerta, caminaba lentamente hasta una ventana que había en el techo inclinado de la buhardilla. Unos pocos escalones hacían posible subir y asomarse a ella.  Sobre la mesa, en un candelabro de bronce, había una vela encendida, y alrededor de la llama revoloteaba toda clase de insectos. De vez en cuando,una de estas criaturas se aproximaba demasiado al fuego; se le quemaban las alas o bien prendía fuego y por un instante brillaba sobre la mecha. En momentos como esos,el doctor Fischelson esbozaba una mueca; su ajado rostro se crispaba y bajo el despeinado bigote se mordía los labios. Después sacaba un pañuelo de su bolsillo y lo agitaba para espantar los insectos. 
-Fuera de ahí, tontos, imbéciles -les reñía-. Aquí no hallaréis calor; solo os quemareis.
Los insectos se dispersaban, aunque instantes después volvían a girar alrededor de la titilante llama.El doctor Fischelson enjugaba el sudor de su arrugada frente y suspiraba:"Igual que los hombres, no persiguen más que el placer del momento". 

Sobre la mesa, un libro escrito en latín dejaba ver en sus páginas abiertas de anchos márgenes letras y comentarios en letra menuda manuscritos por el doctor Fischelson. El título del libro era La Ética de Spinoza. El doctor Fischelson había pasado sus últimos treinta años estudiándolo. Conocía de memoria cada frase, cada demostración, cada corolario, cada nota. Por lo general, cuando deseaba encontrar un pasaje específico, abría el libro directamente en el lugar preciso, sin necesidad de buscarlo. Pese a ello, seguía estudiando la Ética cada día durante varias horas, ayudándose con una lupa en su huesuda mano, mientras murmuraba y asentía con la cabeza. La verdad era que cuanto más estudiaba, más topaba con frases enigmáticas, fragmentos poco claros y crípticas observaciones. Cada oración contenía alusiones que resultaban insondables para los muchos estudiosos de Spinoza. En realidad, este filósofo se había anticipado a todas las críticas de la razón pura, planteadas por Kant y sus seguidores. El doctor Fischelson trabajaba en la redacción de un comentario sobre la Ética. Guardaba cajones repletos de notas y de borradores, pero no parecía que lograría acabar su trabajo alguna vez. El dolor de estómago que le atormentaba desde hacía años se agravaba de día en día. En el presente, solo con tragar unas cucharadas de avena ya sentía dolores. "Dios del cielo, es duro, muy duro -se decía a sí mismo utilizando la misma entonación que su padre, el difunto rabino Tishevitz-. Es muy duro, muy duro". El doctor Fischelson no temía a la muerte. Primero, porque ya no era ningún jovencito. En segundo lugar, en la parte cuarta de la Ética estaba escrito: "Un hombre que razona, en nada piensa menos que en la muerte, pues su sabiduría es una meditación no sobre la muerte, sino sobre la vida". Y en tercer lugar, también estaba escrito que "la mente humana no puede ser totalmente destruida junto con el cuerpo, sino que alguna parte de ella permanece eternamente". Y sin embargo, la úlcera (o tal vez era cáncer)  del doctor Fischelson seguía molestándole. Siempre notaba la lengua pastosa; eructaba con frecuencia y a menudo emitía gases malolientes; sentía acidez y retortijones. En algunas ocasiones le venían ganas de vomitar, y en otras se le antojaba comer ajo, cebolla y alimentos fritos. Hace tiempo que había abandonado los medicamentos prescritos por los médicos y buscaba sus propios remedios. Sentía alivio tomando rábano rallado después de las comidas; también al acostarse en la cama boca abajo, con la cabeza colgando a un lado. Pero estos remedios solo temporalmente le hacían sentirse mejor. Por otro lado, algunos de los médicos que había consultado insistían en que no padecía ninguna enfermedad. "Son solo nervios -le decían.-Aún podrá vivir hasta los cien años".

En esta particularmente calurosa noche de verano, el doctor Fischelson sintió que sus fuerzas menguaban. Las rodillas le temblaban y su pulso era débil. Se sentaba a leer y la visión se le hacía borrosa. Sobre la página, las letras cambiaban de verdes a doradas. Las líneas se le hacían onduladas y saltaban unas encima de las otras dejando espacios en blanco, como si el texto hubiera desaparecido de algún modo misterioso. El calor que bajaba directamente desde el tejado de cinc era insoportable; el doctor Fischelson sentía como si se hallara en el interior de un horno. Subió varias veces los cuatro escalones hasta la ventana para asomar la cabeza a la fresca brisa de la tarde; en esa posición continuó hasta que sintió flaquear las rodillas. "¡Qué brisa más agradable -murmuró- , realmente deliciosa!" y recordó que, según Spinoza, la moral y la felicidad que un hombre podía llevar a cabo era permitirse algún placer no contrario a la razón.

II
Desde el escalón superior pegado a la ventana , el doctor Fischelson, en pie y contemplando el exterior, podía ver dos mundos. Arriba, el cielo salpicado de estrellas. Nunca había estudiado astronomía seriamente, pero era capaz de diferenciar entre los planetas , esos cuerpos que como la Tierra giran alrededor del Sol, y las estrellas fijas, por sí mismas soles distantes cuya luz llega a nosotros al cabo de cien o incluso mil años más tarde.Reconocía las constelaciones que marcan la trayectoria de la Tierra en el espacio, así como aquella franja nebulosa, la Vía Láctea. Poseía un pequeño telescopio que había comprado cuando estudiaba en Suiza, y disfrutaba al utilizarlo sobre todo para contemplar la Luna. Llegaba a distinguir claramente sobre la superficie lunar los volcanes bañados en la luz del Sol, así como los oscuros cráteres sumidos en la sombra. No se cansaba de observar esa hendiduras y grietas. Le parecían cercanas y lejanas a la vez, sustanciales e insustanciales. De vez en cuando, veía como una estrella fugaz describía un amplio arco atravesando el cielo y desaparecía dejando tras sí una estela de fuego.El doctor Fischelson sabía entonces que un meteorito había alcanzado nuestra atmósfera y quizá algún fragmento no calcinado había caído en el océano o aterrizado en el desierto, o tal vez incluso en alguna región habitada. Lentamente, las estrellas que habían aparecido detrás de su tejado ascendían hasta brillar por encima de las casas, al otro lado de la calle. Sí, cuando el doctor Fischelson miraba a los cielos se hacía consciente de la extensión infinita que según Spinoza es uno de los atributos de Dios. Le consolaba pensar que pese a no ser más que un hombre débil e insignificante, una forma cambiante de la absolutamente infinita Sustancia, formaba parte del cosmos, y estaba hecho de la misma materia que los cuerpos celestiales. En la medida en que formaba parte de la divinidad, sabía que no podía ser destruido. En momentos como estos, el doctor Fischelson experimentaba el Amor dei Intellectuali, que según el filósofo de Amsterdam es la más elevada percepción de la mente. Respiraba hondo, levantaba la cabeza todo lo alto que su rígido cuello le permitía y realmente sentía que rotaba en compañía de la Tierra, el Sol, las estrellas, la Vía Láctea y la infinita hueste de galaxias, solo conocidas por el pensamiento infinito. Sus piernas se volvían lígeras, ingrávidas, y sujetaba el marco de la ventana con ambas manos como si temiera perder pie y salir volando hacia la eternidad.
Cuando el doctor Fischelson se cansó de observar el firmamento, su mirada descendió hasta la calle del Mercado. Podía ver una larga franja, desde el mercado de Yanash hasta la calle del Hierro, bordeada por faroles de gas que formaban una línea de puntos incandescentes. Sobre los oscuros tejados de cinc, las chimeneas despedían humo. Los panaderos calentaban sus hornos, y acá y allá las chispas  se mezclaban con el humo negro. La calle nunca se veía tan ruidosa y abarrotada como en una tarde de verano. Ladrones , prostitutas, tahúres y traficantes de objetos robados holgazaneaban en la plaza, que desde arriba semejaba una torta salpicada de semillas de amapola. Los jóvenes reían groseramente y las muchachas con estridencia. Los intermitentes gritos de un buhonero, cargado con un barril de limonada a la espalda, sobresalían a través del bullicio imperante. Un vendedor de sandía pregonaba su mercancía con voz desaforada, y del largo cuchillo que utilizaba para cortar la fruta chorreaba un jugo parecido a la sangre. De cuando en cuando, la agitación en la calle aumentaba. Unos coches de bomberos,cuyas pesadas ruedas repicaban con sonido metálico, pasaron a toda velocidad, tirados por robustos caballos negros, fuertemente retenidos para impedir  que se desbocaran. Les seguía un carruaje ambulancia de penetrante sirena. Luego estalló una pelea entre unos gamberros y hubo que llamar a la policía. Un transeúnte, a quien alguien había robado, corría de un lado a otro pidiendo a gritos que le ayudaran. Algunos carros cargados de leña luchaban por abrirse camino para intentar entrar en los patios de las fábricas de pan, pero los caballos no lograban hacer subir las ruedas sobre los empinados bordillos y los cocheros imprecaban a los animales fustigándoles con sus látigos. Los cascos de los caballos despedían chispas al pisar el pavimento. Aunque la hora sobrepasaba con mucho las siete de la tarde, limite prescrito para el cierre de las  tiendas, el comercio en realidad solo estaba en sus comienzos. Los compradores eran conducidos a hurtadillas hacia las puertas traseras. El guardia ruso de la calle, previamente sobornado, no se enteraba de nada de esto. Los vendedores ambulantes seguían pregonando su mercancía y cada uno se esforzaba por gritar más alto que el otro.

-¡Oro, oro,oro,! -gritaba una mujer que vendía naranjas podridas.
-¡Azúcar, azúcar, azúcar! -vociferaba una  vendedora de ciruelas pasadas.
-¡Cabezas, cabezas, cabezas! -rugía un muchacho que vendía cabezas de pescado.

Justo enfrente, en la segunda planta, a través de la ventana de la casa de estudios jasídica, el doctor Fischelson podía distinguir muchachos de largos tirabuzones que, balanceándose sobre libros sagrados, hacían muecas mientras canturreaban estudiando en voz alta. Abajo había una taberna donde carniceros, porteros y fruteros bebían cerveza. Por la puerta abierta escapaba el vaho del interior, como si se tratara del vapor de una casa de baños, y con él el fuerte sonido de la música. Fuera de la taberna, las busconas tiraban del brazo de soldados borrachos y de obreros que regresaban a sus casas desde las fábricas.Algunos hombres, que cargaban sobre los hombros haces de leña, le recordaban al doctor los pecadores condenados a encender el fuego en el que se quemarían en el infierno. Enronquecidos gramófonos esparcían sus chirridos a través de ventanas abiertas; melodías litúrgicas de las fiestas solemnes alternaban con vulgares canciones de las salas de variedades.

El doctor Fischelson miró con ojos entornados la medianamente iluminada algarabía y aguzó   el oído. Sabía que el comportamiento de aquella masa constituía la vivísima antítesis de la razón. Aquella gente sumergida en la más vana de las pasiones se emborrachaba con emociones y, según Spinoza, las emociones nunca fueron buenas. En lugar de los placeres que perseguía, lo único que lograba obtener como resultado de la ignorancia era enfermedad y prisión, vergüenza y sufrimiento. Hasta los gatos que merodeaban por aquellos tejados parecían más salvajes y apasionados que los de otras partes de la ciudad. Maullaban con voces de parturientas y, como si fueran demonios, subían corriendo por las paredes para saltar sobre los aleros y los balcones. Uno de los felinos fue a parar delante de la ventana del doctor Fischelson y emitió un maullido que le sobresaltó. Se alejó de la ventana, agarró una escoba y la blandió ante los relucientes ojos verdes de la negra bestia.
-¡Largo, fuera de aquí, salvaje ignorante! -Y golpeó al tejado con el palo de la escoba hasta que el gato huyó.

III 

Cuando veinticinco años atrás el doctor Fischelson regresó a Varsovia desde Zurich, donde había estudiado filosofía, se le pronosticaba un gran futuro. Sus amigos sabían que estaba escribiendo un libro importante sobre Spinoza. Una revista judía en lengua polaca le invitó a colaborar con la misma. Se convirtió en visitante frecuente de varias casas ricas y se le nombró bibliotecario municipal de la sinagoga de Varsovia. Aunque ya entonces se le consideraba un solterón, los casamenteros le habían propuesto varias muchachas acomodadas. El doctor Fischelson, sin embargo, no aprovechó esas oportunidades. Deseaba ser tan independiente como el propio Spinoza. Y lo era. No obstante, a causa de sus ideas heréticas entró en conflicto con el rabino y se vio obligado a dimitir de su puesto de bibliotecario. Después de eso, durante años se ganó la vida impartiendo clases particulares de hebreo y alemán. Luego enfermó y la comunidad judía de Berlín decidió asignarle un subsidio de quinientos marcos al año. Ello fue posible gracias a la intervención del famoso doctor Hildesheimer, con quien ,mantenía correspondencia sobre temas filosóficos. A fin de arreglárselas con una pensión tan exigua, el doctor Fischelson se mudó a la buhardilla y se habituó a prepararse sus  sus propias comidas utilizando una estufa de queroseno. En un armario de muchos cajones, cada uno de ellos con la etiqueta de su contenido, guardaba alforfón, arroz, cebada, cebollas, zanahorias, patatas y champiñones. Una vez por semana, se ponía su sombrero negro de ala ancha y, con un cesto en la mano y la Ética de Spinoza en la otra, iba al mercado para comprar provisiones. Mientras esperaba a que le atendieran, abría su Ética. Los comerciantes lo conocían y le hacían una seña con la mano para que se acercara a sus puestos.
-Un buen trozo de queso, doctor. Se le derretirá en la boca.
-Champiñones frescos, doctor. Derechitos del bosque.
.Abran paso al doctor, señoras -gritaba el carnicero- Por favor, no obstruyan la entrada.

Durante los primeros años desde su regreso a Varsovia, el doctor Fischelson aún acudía por las tardes a una cafetería frecuentada por profesores de hebreo y otros intelectuales. Acostumbraba a sentarse allí y jugar al ajedrez, mientras tomaba medio vaso de café puro. A veces entraba en las librerías de la calle de Santa Cruz, donde era posible comprar barato toda clase de libros viejos y revistas. En una ocasión, un antiguo alumno acordó con él que se verían cierta tarde en un restaurante. Cuando el doctor Fischelson llegó, se encontró con la sorpresa de un grupo de amigos y admiradores que le obligaron a presidir la mesa, mientras ellos pronunciaban discursos elogiándole. Todo esto, sin embargo, es algo que sucedió tiempo atrás. En el presente nadie se interesaba por él. Se había aislado completamente y se convirtió en un hombre olvidado. Los acontecimientos de 1905, año en que los jóvenes de la calle del Mercado comenzaron a organizar huelgas, a lanzar bombas contra cuarteles de policía, a disparar sobre los que boicoteaban el paro y a obligar a los negocios a cerrar en días hábiles, habían incrementado en gran medida su aislamiento. Comenzó a despreciar profundamente todo lo asociado con el judío moderno: sionismo, socialismo, anarquismo. Los jóvenes en cuestión no le parecían más que una chusma ignorante, resuelta a destruir la sociedad sin la cual no era posible ninguna existencia razonable. Ocasionalmente, aún leía alguna revista en hebreo, pero desdeñaba el hebreo moderno que no tenía raíces en la Biblia o en la Mishná. La ortografía de las palabras polacas también había cambiado. El doctor Fischelson había llegado a la conclusión de que incluso los así llamados hombres del espíritu habían abandonado la razón y hacían todo lo posible  para seguirle el juego al populacho. De vez en cuando todavía visitaba alguna biblioteca y ojeaba libros de historia o filosofía moderna, pero encontraba que los profesores no comprendían a Spinoza, lo citaban incorrectamente y le atribuían sus propias confusas ideas. Aunque el doctor Fischelson era absolutamente consciente de que la ira era una emoción indigna de los que respetan el camino de la razón, él se enfurecía, cerraba rápidamente el libro y lo apartaba de un manotazo: "Idiotas -balbuceaba- ,asnos, advenedizos". Y juraba no mirar nunca más un libro de filosofía moderna.

IV
Cada tres meses, un cartero especialmente dedicado a la entrega de giros postales le entregaba ochenta rublos al doctor Fischelson. Sin embargo, desde principio del mes de julio estaba esperando su asignación trimestral, y al pasar los días sin que el hombre alto, de bigote rubio y relucientes botones se presentara, el doctor comenzó a inquietarse. Apenas le quedaba un groshen. Quién sabe: era posible que la comunidad de Berlín hubiera cancelado su subsidio; tal vez el doctor Hildesheimer había fallecido, Dios no lo quiera; el correo postal podía haberse equivocado de dirección. Cada acontecimiento tiene su causa, como bien sabía el doctor Fischelson. Todo estaba predeterminado, todo sucedía necesariamente, y un hombre que confía en la razón no tiene derecho a  preocuparse.No obstante, la zozobra invadía su mente y revoloteaba como las moscas. En el peor de los casos, pensó, podría suicidarse, pero entonces recordó que Spinoza no aprobaba el suicidio y comparaba a quienes ponía fin a su vida con los locos. 

Cierto día, cuando el doctor Fischelson  salió a comprar a una tienda un cuaderno que necesitaba para sus escritos, escuchó a la gente hablar de la guerra. En un lugar de Serbia, un príncipe austriaco había sido asesinado de un disparo y los austriacos habían lanzado un ultimátum a los serbios.El propietario de la tienda, un joven de barba amarillenta y ojos color ámbar de mirada esquiva, afirmó: "Estamos a punto de tener una pequeña guerra", y aconsejó al doctor que hiciera acopio de comida, porque era probable que en un futuro próximo se produjera escasez.

Todo sucedió tan deprisa que cuando el doctor Fischelson ni siquiera había decidido si valía la pena gastar cuatro groshen en comprar un periódico, ya se habían colgado los carteles que anunciaban la movilización. Se veía pasar por las calles hombres que lucían en las solapas insignias metálicas indicativas de que habían sido reclutados. Les seguían sus esposas llorando. Un lunes, cuando el doctor Fischelson bajó a comprar, con sus últimos cópecs en el bolsillo, algunos alimentos, encontró los comercios cerrados. En el exterior, los propietarios y sus esposas explicaban que ya era imposible conseguir la mercancía. Ciertos clientes especiales, no obstante, eran apartados a un lado  y conducidos al interior por la puerta de atrás. En la calle todo era confusión. Se podía ver policías montados con las espadas desenfundadas. Una gran multitud se había congregado a la puerta de la taberna donde, por orden del zar, la reserva de whisky se estaba vertiendo en la alcantarilla.

El doctor Fischelson se acercó a su antigua cafetería. Quizás encontraría allí algún conocido que le podría aconsejar, pero no topó con ninguno. Decidió visitar al rabino de la sinagoga donde en otros tiempos había ejercido de bibliotecario, pero el conserje, que se cubría la cabeza con un yármulke hexagonal, le informó de que el rabino se había marchado con su familia al balneario. El doctor tenía viejos amigos en la ciudad, pero no encontró a nadie en casa. Los pies le dolían debido al largo caminar; ante los ojos se formaban manchas negras y verdes, y se sintió desfallecer. Se detuvo y esperó a que se le pasara el mareo.Los transeúntes le daban empellones. Una alumna de instituto, de ojos negros, intentó donarle una moneda. Aunque la guerra acababa de empezar, los soldados marchaban en columnas de ocho en uniforme de campaña, cubiertos de polvo y tostados por el sol. Llevaban cantimploras atadas a los lados y cinturones con hileras de balas que les cruzaban el pecho. Las bayonetas brillaban en sus rifles con una luz fría y verdosa. Cantaban con voz impregnada de tristeza. Acompañando a los hombres iban, remolcados por ocho caballos, los cañones cuyos ciegos hocicos despertaban un lúgubre terror. El doctor Fischelson sintió náuseas.El estómago le dolía y los intestinos parecían volvérsele del revés. Un frío sudor resbaló por su rostro.
-"Me estoy muriendo -pensó- .Este es el final." No obstante, logró arrastrar los pies hasta su casa, se tumbó sobre su catre de hierro  y allí permaneció, resoplando y jadeando. Debió de quedarse dormido, porque imaginó que estaba en Tishvitz, su ciudad natal. Le dolía la garganta y su madre se afanaba en envolverle el cuello con una calceta llena de sal caliente. Podía oír conversaciones en la casa: algo sobre una vela y acerca de que una rana le había mordido a él.Quiso salir a la calle, pero no se lo permitieron porque en ese momento pasaba por allí una procesión católica: hombres con sotanas largas y hachas de doble filo en sus manos canturreaban en latín mientras rociaban con agua bendita.Las cruces brillaban, las imágenes sagradas eran agitadas en el aire. Un olor a incienso y a cadáveres impregnaba el aire. De pronto el cielo se volvió rojo ardiente y el mundo entero se incendió. Repicaban las campanas y todos corrían como locos. Bandadas de pájaros sobrevolaban entre chirridos. El doctor Fischelson se despertó sobresaltado.El sudor le cubría el cuerpo y la garganta ahora realmente le dolía. Intentó meditar acerca de su insólito sueño, encontrar una conexión racional con lo que a él le estaba sucediendo y comprenderlo sub specie eternitatis, pero nada de eso tenía sentido. "Qué se le va a hacer, el cerebro es un receptáculo de necedades -pensó el doctor Fischelson-. Este mundo pertenece a los locos".
Y de nuevo cerró los ojos. Una vez más se adormeció y una vez más soñó.

V
Las leyes eternas aún no habían decretado, al parecer, el final del doctor Fischelson.
A la izquierda de la buhardilla que ocupaba, había una puerta que se abría a un pasillo oscuro, atestado de cajas y cestos, y en el que siempre estaba presente el olor a cebolla frita y a jabón de lavar ropa. Detrás de aquella puerta vivía una solterona a quien los vecinos llamaban la negra Dobbe. Era alta, delgada y tan negra como la pala de un panadero. Tenía la nariz partida y sobre su labio superior asomaba un bigote. Hablaba con voz ronca de hombre, y de hombre también eran sus zapatos. Durante años la negra Dobbe vendió en el portal de la casa pan,bollos y bagels que compraba en la panadería. Cierto día, sin embargo, después de una disputa con el panadero, trasladó su negocio a la plaza del mercado y ahora vendía lo que se conocía como "fruncidos", una forma de designar los huevos fisurados. La negra Dobbe no tenía suerte con los hombres. Dos veces estuvo apalabrada con sendos aprendices de panadero, pero en ambos casos se había retractado del compromiso. Poco después lo repitió con un hombre mayor, un cristalero que pretendía ser divorciado,  pero  de quien más adelante se descubrió que tenía aún esposa. Un primo de la negra Dobbe, zapatero de profesión, vivía en América, y ella siempre alardeaba de que  su primo estaba a punto de enviarle el pasaje, sin embargo, ella continuaba en Varsovia. Las mujeres se burlaban constantemente diciéndole:"No hay esperanza para ti, Dobbe. Estás predestinada a morirte solterona". A lo que Dobbe siempre respondía:"¡No tengo ninguna intención de ser esclava de un hombre. Así se pudran todos!". 

Aquella tarde Dobbe recibió una carta de América. Normalmente la llevaba a Leizer el sastre para que se la leyera. Ese día, sin embargo, Laizer se encontraba fuera y Dobbe pensó en el doctor Fischelson, a quien los demás inquilinos tildaban de converso porque nunca le veían rezar. Llamó a la puerta, mas no hubo respuesta. "El hereje probablemente está fuera", pensó Dobbe, pero de todos modos llamó de nuevo a la puerta, que esta vez cedió un poco. Entró de un empujón y se quedó paralizada por el miedo. Vio al doctor acostado en su cama totalmente vestido, con el rostro amarillo como si fuera de cera; su nuez de Adán sobresalía de forma prominente y la barba apuntaba hacia arriba. Dobbe soltó un grito; con seguridad, estaba muerto, pero no: el cuerpo de movió. Dobbe agarró el vaso que había sobre la mesa, corrió al pasillo, lo llenó en el grifo y a toda prisa volvió para salpicar agua sobre la cara del hombre inconsciente. El doctor Fischelson sacudió la cabeza y abrió los ojos.
-¿Qué le pasa? -preguntó Dobbe-.¿Está enfermo?
-Muchas gracias.No.
-¿Tiene familia? Les avisaré.
-No tengo familia -murmuró el doctor Fischelson.

Dobbe quiso ir a buscar al barbero de la casa de enfrente, pero el doctor le indicó con una señal  que no quería la ayuda de aquel curandero. Dado que ese día Dobbe no iría a su trabajo en el mercado, pues no era posible conseguir "fruncidos", decidió llevar a cabo una buena acción. Ayudó al enfermo a bajar de la cama y la arregló.A continuación le ayudó a quitarse la ropa y le preparó un cuenco de sopa en la estufa de queroseno. En el cuarto de Dobbe nunca entraba el sol; en cambio, sobre las descoloridas paredes de la buhardilla resplandecían retazos de luz solar. El suelo era de color rojo. sobre la cama colgaba el retrato de un hombre, con ancho sobrecuello y larga cabellera. "Un hombre tan mayor y sin embargo mantiene su habitación muy limpia y ordenada", pensó Dobbe con aprobación.El doctor Fischelson pidió que le alcanzara la Ética y ella se lo entregó, a disgusto.Estaba segura de que era un libro de oraciones no judío. A continuación comenzó a trajinar, llenó un cubo de agua y limpió el suelo. El doctor Fischelson comió, y cuando hubo terminado se sintió mucho más fuerte. Dobbe le rogó que leyera su carta.

El doctor la leyó lentamente, sujetando el papel con manos temblorosas. Venía de Nueva York, del primo de Dobbe. De nuevo le anunciaba que estaba a punto de enviarle "una carta realmente importante· y un billete para América. Por entonces Dobbe ya conocía el cuento de memoria. Mientras ayudaba al anciano a descifrar los garabatos de su primo, decía: "Está mintiendo. Hace mucho tiempo que se olvidó de mí".Por la tarde Dobbe fue a verle de nuevo. Una vela en un candelabro de bronce llameaba sobre la silla, al lado de la cama. Las sombras rojizas oscilaban sobre las paredes y el techo. El doctor Fischelson se había incorporado en la cama para leer un libro. Sobre su frente, que parecía partida en dos, la vela proyectaba una luz dorada. Un pájaro había entrado volando por la ventana y se posó sobre la mesa. Por un momento, Dobbe se asustó. Aquel hombre le hacía pensar en brujas, en espejos negros, en cadáveres merodeando por las noches y aterrando a las mujeres. No obstante, dio unos pasos hacia él y le preguntó:
-¿Cómo se encuentra?¿Algo mejor?
-Un poco, gracias.
-¿Es usted realmente un converso? -le preguntó, aunque no estaba del todo segura del significado de la palabra.
-¿Yo?¿Converso? No. Soy un judío como todos los judíos -respondió el doctor Fischelson.
La afirmación del doctor hizo que Dobbe se sintiera más en casa. Encontró la botella de queroseno y encendió la estufa. A continuación de su habitación trajo un vaso de leche y comenzó a preparar un puré de alforfón. El doctor Fischelson continuó estudiando al Ética, pero aquella tarde, aunque entendía cada palabra por separado, no lograba encontrarle sentido a los teoremas y las demostraciones, con sus múltiples referencias a axiomas, definiciones  y a otros teoremas. Con manos inseguras, acercó el libro a sus ojos y leyó:" la idea de cada modo del cuerpo humano no implica un conocimiento adecuado del cuerpo humano en sí...La idea de cada modo de la mente humana tampoco implica un conocimiento adecuado de la mente humana en sí".

VI
El doctor Fischelson estaba convencido de que ahora si iba a morirse cualquier día. Escribió un testamento,según el cual dejaba todos sus libros y manuscritos a la biblioteca de la sinagoga.Su ropa y sus muebles deberían ser entregados a Dobbe, puesto que ella lo había cuidado. La muerte, sin embargo, no llegaba. Por el contrario, su salud mejoraba. Dobbe volvió a sus negocios en el mercado, pero visitaba al anciano varias veces al día, le preparaba una sopa, le dejaba un vaso de té y le traía noticias de la guerra. Los alemanes habían ocupado Kalish, Bendin y Chestojov y avanzaban sobre Varsovia. La gente decía que en el silencio de cualquier mañana se podía oír el estruendo de los cañones. Dobbe le informaba de que eran muchas las bajas. "Están cayendo como moscas -decía- .Qué terrible desgracia para las mujeres."

No sería capaz de explicar por qué, pero la buhardilla del anciano la atraía. Le gustaba sacar de la estantería los libros de ribetes dorados, quitarles el polvo y luego airearlos en el alfeizar de la ventana. Subía los cuatro escalones para llegar a ella y miraba a través del telescopio. También disfrutaba conversando  con el doctor Fischelson. Él le hablaba de Suiza, donde había estudiado, de las grandes ciudades que había visitado, de las altas montañas cubiertas de nieve en verano. Su padre había sido rabino, le contó, y él mismo antes de hacerse estudiante, había asistido a una yeshiva. Ella le preguntó cuántos idiomas conocía y resultó que sabía hablar y escribir el hebreo, el ruso, el alemán , el francés, además del yiddish. También sabía latín. A Dobbe le asombraba que un hombre tan ilustrado residiera en una buhardilla de la calle del Mercado. Pero lo que más la sorprendía era que pese a su título de doctor, no pudiera recetar medicamentos.
-¿Por qué no se convierte usted en un verdadero doctor? -le preguntaba.
-Yo soy un doctor -respondía él-. solo que no soy doctor en medicina.
-¿Y qué clase de doctor es usted?
-Doctor en filosofía. -Aunque ella no tenía idea de lo que esto significaba, sentía que debía ser algo muy importante.
-¡Ay, madre mía bendita! -dijo-. ¿De dónde sacó usted un cerebro como ese?

Una tarde, después de que Dobbe le hubiera servido sus galletas y su vaso de té con leche y terrón de azúcar, él comenzó a interrogarla: de dónde provenía, quiénes fueron sus padres y por qué no se había casado. Dobbe se sorprendió. Nadie le había hecho tales preguntas nunca. En  voz baja, empezó a contarle su historia personal, y así continuó hasta las once de la noche. Su padre había sido porteador en las carnicerías kosher. Su madre desplumaba pollos en el matadero. La familia había vivido en el sótano del número 19 de la calle del Mercado. Cuando cumplió los diez años obtuvo un empleo como criada. El hombre para el que trabajaba era un tratante en objetos robados, que compraba de los ladrones en la plaza. Un hermano de Dobbe fue reclutado por el ejército ruso y nunca más volvió. Su hermana se casó con un cochero de Praga y murió de parto. Dobbe le describió las luchas entre los bajos fondos y los revolucionarios en 1905; cómo Itche el ciego y su pandilla chantajeaban a los comercios para que les pagaran por su protección; y cómo los matones atacaban a jóvenes muchachos y muchachas, cuando salían de paseo los sábados por la tarde, si sus padres no les pagaban para garantizar su seguridad.También le habló de los proxenetas que, transitando en carruajes por las noches, raptaban mujeres que vendían en Buenos Aires. Dobbe juró que algunos de esos hombres incluso habían intentado engatusarla para que se metiera en un burdel, pero ella había huido.Se lamentó de los mil males que había sufrido. La habían robado; le habían quitado el novio; en una ocasión, un competidor había derramado medio litro de queroseno dentro de su cesta de bagels; y su propio primo, el zapatero, la había estafado al llevarse cien rublos antes de marcharse a América. El doctor Fischelson la escuchó atentamente. le hacía preguntas, movía la cabeza de un lado a otro y gruñía.
-Bien, ¿y cree usted en Dios? -preguntó finalmente.
-No lo sé -respondió ella-. Y usted ¿cree?
-Sí, yo creo.
-Entonces, ¿por qué no va usted a la sinagoga? -inquirió ella.
-Dios está en todas partes -contestó el doctor- .En la sinagoga. En el mercado. En esta misma habitación. Nosotros mismos formamos parte de Dios.
-No diga esas cosas -replicó Dobbe-.Me asusta.

Salió de la habitación. El doctor estaba seguro de que se había ido a dormir, pero se preguntaba por qué no le había dado las buenas noches. "Probablemente la he ahuyentado con mi filosofía", pensó. Un instante más tarde oyó sus pasos. Dobbe entró cargada con una pila de ropa como si fuera un buhonero.
-Quería enseñarle esto -dijo-. Es mi ajuar.
Y comenzó a extender sobre la silla vestidos de lana, de seda, de terciopelo. Levantaba cada vestido y lo arrimaba a su cuerpo. Le rindió cuenta de cada artículo de su ajuar: ropa interior, zapatos y medias.
-No soy derrochadora -dijo-. Más bien soy ahorradora. Incluso tengo bastante dinero como para viajar a América.
A continuación guardó silencio y su rostro se tiñó de un color rojo ladrillo. Miraba al doctor Fischelson con el rabillo del ojo, tímidamente, como interrogándole. El cuerpo del doctor empezó de pronto a temblar como si tuviera escalofríos. Se limitó a decir:
-Muy bonito, muy bellas cosas.
Frunció la frente mientras se mesaba la barba con dos dedos. Una triste sonrisa asomó a su desdentada boca y mientras miraba a la lejanía a través de la ventana del ático, sus ojos, grandes y parpadeantes, también sonrieron con tristeza.

VII
El día en que la negra Dobbe fue a visitar al rabino, que vivía en el mismo patio, y anunció que el doctor Fischelson quería casarse con ella, la rébbetsin* pensó que se había vuelto loca. Pero la noticia ya había llegado a Leizer el sastre y se había propagado a la panadería, así como a otros comercios. Hubo quienes opinaron que la "solterona" había tenido muy buena suerte; el doctor, decían, tenía unos enormes ahorros. Según el punto de vista de otros, sin embargo, el doctor era un caduco degenerado que le contagiaría la sífilis. Aunque él insistió en celebrar una boda pequeña, tranquila, en la residencia del rabino se congregó un buen número de invitados. Los aprendices de la panadería, que normalmente trabajaban descalzos y en camiseta y se cubrían la cabeza con bolsas de papel, se vistieron con trajes de color claro, sombreros de paja, zapatos amarillos y corbatas chillonas, y además se encargaron de proveer grandes pasteles y bandejas llenas de galletas. Incluso se las arreglaron para encontrar una botella de vodka, a pesar de que las bebidas alcohólicas estaban prohibidas en tiempos de guerra.

Cuando los novios entraron en el despacho del rabino, un murmullo recorrió la congregación. Las mujeres no podían creer lo que veían sus ojos. Aquella que tenían delante no era la que habían conocido hasta entonces. Dobbe llevaba un rojo sombrero de ala ancha, ampliamente adornado con cerezas, uvas y plumas, y su vestido era de seda blanca y con una cola. Calzaba zapatos de tacón alto, color oro, y de su fino cuello colgaba un collar de perlas artificiales. Y esto no era todo: en los dedos lucía anillos con resplandecientes piedras. Se cubría el rostro con un velo. Parecía una de esas novias ricas que se casaban en la Sala Viena. Los aprendices de panadero silbaron burlonamente.En cuanto al doctor Fischelson, vestía su negra levita, sombrero y zapatos de punta ancha. Apenas conseguía caminar y se apoyaba en Dobbe. Cuando desde el umbral observó la multitud reunida, se asustó y empezó a retroceder, pero el antiguo patrón de Dobbe se acercó a él y le dijo:
-¡Pase, pase, novio; no sea tímido. Somos todos hermanos ahora!
La ceremonia se desarrolló con arreglo a la Ley. El rabino vestido con un desgastado gabán de satén, escribió el contrato de matrimonio. A continuación pidió a los novios que tocaran con la mano su pañuelo como señal de conformidad; luego secó la punta de la pluma con su yármulke. Cuatro porteadores fueron llamados para completar el quorum de diez hombres y para sostener el palio nupcial. El doctor Fischelson se puso una túnica blanca, como un símbolo recordatorio del día de la muerte, y Dobbe dio siete vueltas alrededor de él siguiendo la costumbre. La luz de los cirios trenzados titilaba sobre las paredes y hacía oscilar las sombras. Tras llenar una copa de vino, el rabino recitó las bendiciones al son de una triste melodía. Dobbe musitó un único sollozo. Las demás mujeres sacaron sus pañuelos de encaje y, sujetándolos en sus manos, esbozaron una mueca como a punto de llorar. Los muchachos de la panadería empezaron a murmurar entre ellos comentarios sarcásticos, y el rabino se llevó un dedo a los labios y susurró, "Eh mu,shss..", como señal de que estaba prohibido hablar.

Llegó el momento de deslizar el anillo de boda en el dedo de la novia; la mano del novio empezó a temblar, tanto que tuvo dificultad en encontrar el dedo de Dobbe. El paso siguiente, según la costumbre, era aplastar el vaso, pero aunque el doctor Fischelson pisó varias veces, el vaso no se rompió.Los hombres rieron abiertamente. Las muchachas bajaron la cabeza, se pellizcaban unas a otras, refocilándose con risitas ahogadas. Finalmente uno de los aprendices dio un golpe de tacón al vaso y lo rompió. Ni siquiera el rabino logró contener la risa. Tras la ceremonia, los invitados bebieron vodka y comieron galletas. el antiguo patrón de Dobbe se aproximó al doctor Fischelson y le dijo:
-¡Mazl tov*, novio.Que su suerte sea tan buena como buena es su esposa.
-Gracias, gracias -murmuró el doctor-. Pero no aspiro a ninguna suerte.
Deseaba  volver cuanto antes a su buhardilla. Sentía presión en el estómago y dolor en el pecho. su rostro adquirió  un tono verdoso. Dobbe, enfadada de pronto, levantó su velo y gritó a los asistentes:
-¿De qué os estáis riendo? Esto no es un espectáculo.-Y sin recoger la funda del cojín que envolvía los regalos, subió con su marido a la quinta planta donde vivían.
El doctor Fischelson se acostó en la recién hecha cama de su habitación y comenzó a leer su Ética. Dobbe permaneció un largo rato en su propio cuarto. El doctor le había explicado que él era un hombre mayor, enfermo, sin fuerzas. No le había prometido nada. No obstante, tarde por la noche, ella regresó con él. Vestía un camisón de seda, zapatillas con pompones y su cabellera suelta colgaba sobre los hombros. En su rostro traía una sonrisa y se mostró tímida y vacilante. El doctor comenzó a temblar y la Ética cayó de sus manos. La vela se apagó. Dobbe le buscó a tientas en la oscuridad y le besó en la boca:"Mi querido esposo -le susurró-.Mazl tov".

Lo que sucedió aquella noche puede calificarse de milagro.Si el doctor Fischelson no albergara la convicción de que cada suceso ocurre conforme a las leyes de la naturaleza, habría pensado que la negra Dobbe lo había hechizado, Poderes largamente latentes en él se despertaron. Aunque solo había tomado un sorbo de vino de la bendición, se sentía como embriagado. Besó a Dobbe y le habló de amor. Citas de Klopstock, Lessing, Goethe, olvidadas desde hacía mucho tiempo vinieron a sus labios. Las presiones y los dolores desaparecieron. Abrazó a Dobbe, la apretó contra él y de nuevo fue un hombre como en su juventud. Dobbe se sentía desfallecer de gozo; llorando, le murmuró palabras en el argot de Varsovia que él no entendía.Más tarde el doctor cayó en un profundo sueño como el que conocen los hombres jóvenes. Soñó que se hallaba en Suiza escalando montañas, corriendo, cayéndose y volando. A punto ya de amanecer, abrió los ojos; le pareció que alguien soplaba en sus oídos. Dobbe roncaba. El doctor Fischelson bajó de la cama silenciosamente. Descalzo, vestido con su largo camisón subió los escalones hasta la ventana y se asomó maravillado.La calle del Mercado dormía, respirando en una profunda calma. Las farolas de gas parpadeaban. Los negros postigos de las tiendas estaban atrancados con barras de hierro. Soplaba una fresca brisa. El doctor miró al cielo. La oscura bóveda aparecía densamente sembrada de estrellas: las había rojas, verdes, amarillas, azuladas;grandes y pequeñas;titilantes y fijas. Algunas agrupadas y otras solitarias. Al parecer, en las altas esferas apenas se había prestado atención al hecho de que un cierto doctor Fischelson, en el ocaso de su vida, había contraído matrimonio con una mujer conocida como la negra Dobbe. Contemplada desde arriba, incluso la Gran Guerra no era más que un pasajero juego de los modos. Las miríadas de estrellas fijas seguían su recorrido obligado en el espacio infinito. Los cometas, los planetas, los satélites y asteroides continuaban describiendo su órbita alrededor de esos brillantes centros. Nacían y morían mundos en convulsiones cósmicas. En el nebuloso caos, la materia primigenia tomaba forma. Una y otra vez las estrellas se  desprendían y barrían el cielo de un extremo a otro, dejando detrás una estela incandescente. Era el mes de agosto, la fecha en que tiene lugar la lluvia de meteoritos.Sí; la sustancia divina era extensa y no tenía principio ni fin. Era absoluta, indivisible, eterna en el tiempo e infinita en sus atributos. Sus ondas y sus burbujas danzaban en el caldero universal, en un hervidero de cambios, siguiendo la ininterrumpida cadena de causas y efectos, y él, el doctor Fischelson, con su ineludible destino, formaba parte de todo ello. Cerró los párpados y permitió que la brisa enfriara el sudor de su frente y agitara el pelo de su barba. Inspiró profundamente el húmedo aire del amanecer, apoyó sus temblorosas manos en el alféizar de la ventana y susurró: "Divino Spinoza, perdóname. Me he convertido en un tonto". 

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I.B.Singer, Cuentos, RBA,2011



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