Marc Chagall, (1887-1985) conoce muy bien el ambiente de los shtetl judíos de Europa oriental que habitó y cuya vida y costumbres representó en sus obras .
Lo característico del estilo literario de Danilo Kis se hace evidente en EL PROGROM.
EL PROGROM
"El afán de no perderme el evento en el que estaban involucrados, más o menos, todos los personajes que yo conocía de mi calle, así como mi secreto deseo de deshacer el ovillo de todos esos acontecimientos en los que últimamente se había enredado mi vida, hicieron que me uniera con valentía a la multitud que corría jadeante, y me arrastró con ella.
Andaba hombro con hombro con los guardias y los bomberos, resoplaba como si estuviera al final de mis fuerzas y ajustaba mi respiración a sus pasos.Pensé que de esta manera alcanzaría el sentido de todos los sucesos que en aquellos días me habían desequilibrado tan profundamente y a los que ni siquiera mi madre podía encontrar una respuesta.Anduve,luchando contra mi propio miedo. La nieve crujía bajo nuestros pies, se aplanaba y se endurecía, volviéndose frágil y tan sonora como el pavimento.
La muchedumbre daba pasitos en la nieve como un enorme ciempiés, de cuya boca salía un vaho limpio y blanco. A través de la cortina de vapores malolientes y de los jadeos me llegaba, a pesar del filtro de la nieve, el aroma de los perfumes baratos, el acre olor a sudor que desprendían los uniformes de los guardias y los tabardos azules de los bomberos.De repente se oyó cómo se quiebra el cristal, cuyo brillo, como un rayo, alumbró a la muchedumbre; después, como un lejano eco, el sonido de unas tablas rompiéndose, y al final, un soplo de alivio, cuando la verja sucumbió bajo la presión.
Me mantuve obstinadamente el porche del almacén, agarrándome a las solapas de los abrigos, a las faldas de las mujeres; fui empujado y rechazado, volvía tenazmente y, llevado por mi propio miedo, me adentraba en el bosque de piernas, convencido de que allí, en el corazón del peligro, estaba mejor protegido entre esas mismas personas, de que no debía alejarme del seguro refugio de su rabia ni a la distancia de un brazo extendido, pues podían alcanzarme y aplastarme bajo sus pies.
Puesto que la puerta del almacén se abría hacia afuera, surgió la incógnita de cómo abrirla de par en par, pues nadie quería alejarse de las primeras filas, así que se armó un ruido infernal, con agitar de palos y gritos, pataleo y llantos. De repente, ni yo mismo sé gracias a qué milagro, la gran puerta negra de un solo cuerpo penetró en esa masa oscura como el filo de una navaja. Ya había empezado a posarse una oscuridad azulada en grandes cubos, como un inmenso ascensor que bajaba entre las altas paredes de su hueco. El aire olía a petróleo y a jabón, y de la boca del almacén, abierta de par en par, emergían capas de olores más diversos: de naranjas y de limones, de jabones olorosos y de especias. Luego empezaron a surgir, acompañadas del barato sonido de la hojalata, unas latas de conserva cuadradas que destellan en la oscuridad con su inofensivo brillo de latón, como los cuchillos de una cubertería; manojos de velas envueltas en papel de embalaje azul tintineaban como huesos secos, las manzanas caían con un sonido sordo para, acto seguido, acabar aplastadas bajo los pies como si hubieran sido masticadas.
De los sacos de papel pardo salía azúcar, que crujía bajo los pies y se mezclaba con el aguanieve pisoteada. La gente salía de la masa con dificultad, llevando en brazos sus atillos, como si fueran bebés. La harina flotaba en el aire como polvos de tocador, posándose en las cejas y dando a las personas un aspecto ceremonioso, casi bufón, festivo. Una mujer cortaba con sus dientes un pliego de seda que había sacado de debajo de su abrigo. A la luz de las cerillas que por un momento iluminaron los rostros, vi sus dientes rojizos en el reflejo de la seda.
Vi que un rollo de tela estampada con florecitas se enredaba entre los pies y las cabezas de la muchedumbre, como las serpentinas de la Noche Vieja. Esa tela de colores empezó a estrecharse peligrosamente; las mujeres se pusieron a gritar. Pero eso no hizo más que agitar a la masa, y la gente empezó a ahogarse intentando liberarse, rompiendo esa tela con rabia; pero ésta seguía fluyendo como un río crecido. Cuando en el almacén no quedaron más que las paredes desnudas y la oscuridad, la muchedumbre empezó a dispersarse aprisa, llevándose su botín bajo el abrigo.
Me mantuve de pie, a un lado, como un justiciero al que le hubiera sido ahorrada la venganza. Fue entonces cuando me vio una mujer de buen corazón y, al pasar a mi lado, metió entre mis manos una lata de conserva con una colorida etiqueta en la que ponía, con grandes letras rojas: SPAGHETTI ALLA MILANESE.
Estuve mucho rato estrujando esa lata entre mis brazos, sin saber qué hacer con ella, sin valor para tirarla ni para llevármela a casa. Miraba horrorizado al señor Antón, el guardia, que tiraba confeti encaramado en una barrica."
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